Ana ha vuelto de la oficina de empleo al mediodía, con el tiempo justo de preparar la comida. Ella y su marido tienen la costumbre de comer viendo los informativos de la televisión. Un día más es la crisis económica y la invasión de Gaza la que ocupa los titulares. Las imágenes de niños ensangrentados la golpean. Siente surgir en su interior una ola de indignación y de dolor con la que no sabe qué hacer. Desgraciadamente –se dice– los niños de ese territorio encontrarán en qué emplear ese caudal de indignación y crueldad.
A continuación, informan sobre el avance del paro en nuestro país. Ana ve en la pantalla una escena igual a la que ha presenciado esta mañana: un centenar de personas hacen cola ante las oficinas del INEM, con la mirada perdida. Un hombre de unos 40 años explica: “me quedan seis meses de prestación, después no sé qué haré”.
Ana cambia de canal rápidamente.–¿Por qué lo has quitado?– le pregunta su marido.
Ella se encoge de hombros. No quiere contarle que no soporta ver su propia realidad en la televisión. Hace unos meses seguía con avidez la información económica, esperando, como un pescador, que el tiempo amainara, que la tormenta financiera se aclarara, que aparecieran en el cielo señales de calma. Ahora no puede creer nada. El mundo ha cambiado sin previo aviso. Los aguerridos capitanes que proclamaban el fin del Estado y la iniciativa privada como solución a todos los males, reclaman ahora su financiación con fondos públicos. Los que deberían prestar el dinero, lo piden; los economistas que debieran alumbrar soluciones ante la crisis, especulan sobre su duración.
A unos cuantos kilómetros de casa de Ana, el Gobierno ha seguido también con interés la información sobre el paro. Unas horas antes de su publicación oficial, el portavoz del Gobierno ha aparecido en la Consejería moviendo la cabeza:
–Muy malos, muy malos –comenta con el consejero.
A continuación, informan sobre el avance del paro en nuestro país. Ana ve en la pantalla una escena igual a la que ha presenciado esta mañana: un centenar de personas hacen cola ante las oficinas del INEM, con la mirada perdida. Un hombre de unos 40 años explica: “me quedan seis meses de prestación, después no sé qué haré”.
Ana cambia de canal rápidamente.–¿Por qué lo has quitado?– le pregunta su marido.
Ella se encoge de hombros. No quiere contarle que no soporta ver su propia realidad en la televisión. Hace unos meses seguía con avidez la información económica, esperando, como un pescador, que el tiempo amainara, que la tormenta financiera se aclarara, que aparecieran en el cielo señales de calma. Ahora no puede creer nada. El mundo ha cambiado sin previo aviso. Los aguerridos capitanes que proclamaban el fin del Estado y la iniciativa privada como solución a todos los males, reclaman ahora su financiación con fondos públicos. Los que deberían prestar el dinero, lo piden; los economistas que debieran alumbrar soluciones ante la crisis, especulan sobre su duración.
A unos cuantos kilómetros de casa de Ana, el Gobierno ha seguido también con interés la información sobre el paro. Unas horas antes de su publicación oficial, el portavoz del Gobierno ha aparecido en la Consejería moviendo la cabeza:
–Muy malos, muy malos –comenta con el consejero.
A diferencia de Ana, ellos no han podido cambiar de canal, aunque piensan que no había necesidad de esas imágenes con las colas de parados y ese tono apocalíptico de la información.
Quince años de crecimiento continuado los han dejado sin recursos contra el infortunio. Solo esperan que amaine el temporal, que los mercados financieros se estabilicen, que aparezca el sol de la recuperación.
Se comportan como cualquier ciudadano abrumado por la crisis –porque también pone en cuestión su propia supervivencia– pero viven atados al pasado sin darse cuenta de que la derecha andaluza cabalga sin caballo ni camino. ¿Quién podría reprocharles una intervención clara y directa sobre la economía andaluza? ¿Quién tendría fuerzas para oponerse, justo ahora, a meter en cintura a la banca andaluza y obligarla a conceder créditos a las pequeñas empresas y a la vivienda?
¿Por qué consentir que las cajas andaluzas anden más preocupadas por sus puestos directivos y por el localismo más ramplón, que por su aportación a la recuperación? ¿Quién alzaría la voz contra una extensión real de los servicios públicos en Andalucía? ¿Quién se opondría a una iniciativa pública para reinventar la economía andaluza desde las energías renovables o los sectores medioambientales? Solo su propio laberinto los mantiene encerrados, con el juguete roto del crecimiento, ante un público que ha cambiado de canal.
Se comportan como cualquier ciudadano abrumado por la crisis –porque también pone en cuestión su propia supervivencia– pero viven atados al pasado sin darse cuenta de que la derecha andaluza cabalga sin caballo ni camino. ¿Quién podría reprocharles una intervención clara y directa sobre la economía andaluza? ¿Quién tendría fuerzas para oponerse, justo ahora, a meter en cintura a la banca andaluza y obligarla a conceder créditos a las pequeñas empresas y a la vivienda?
¿Por qué consentir que las cajas andaluzas anden más preocupadas por sus puestos directivos y por el localismo más ramplón, que por su aportación a la recuperación? ¿Quién alzaría la voz contra una extensión real de los servicios públicos en Andalucía? ¿Quién se opondría a una iniciativa pública para reinventar la economía andaluza desde las energías renovables o los sectores medioambientales? Solo su propio laberinto los mantiene encerrados, con el juguete roto del crecimiento, ante un público que ha cambiado de canal.
Concha Caballero es profesora de Literatura
http://ideasconchacaballero.blogspot.com/
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